El triple de Juan Rivero, de Santa Paula de Gálvez, a segundos del final fue una bomba silenciosa en La Leonera. Los santafesinos sonreían, se abrazaban, y más de uno de los 100 hinchas no podía contener las lágrimas. El partido no estaba terminado, pero quedaban apenas 24 segundos en el reloj, y la historia parecía tener final escrito. Los rostros de los fanáticos de Talleres de Tafí Viejo expresaban bronca, tristeza, desazón, pero, sobre todo, orgullo. Un sentimiento que florece en las buenas, y mucho más en las malas. Porque el básquet también los sumerge en esa ambivalencia de emociones, y un triple inesperado los deja atónitos o, en inglés, groggies.

Ese baldazo de agua fría les cayó encima a los jugadores del “León”, pero seguían de pie. Quedaba tiempo para una jugada, para buscar esos benditos tres puntos que permitieran el tiempo suplementario. Y así salieron a la cancha, luego de unas breves indicaciones del entrenador Lucas Vega. Los históricos dieron la cara: Jerónimo Solórzano se asoció con Pablo Walter dentro de la pintura, y el pivot anotó el doble menos festejado de su extensa carrera. Los puntos aumentaban el marcador, pero no alcanzaban el objetivo: la falta. En conclusión, había conseguido una conquista ineficaz. Su rostro lo decía todo, mientras en el banco santafesino abundaban las sonrisas, y más de un suplente se animó a revolear la toalla. Ya estaban de fiesta.

Los 16 segundos siguientes eran fundamentales. Talleres debía recuperar la pelota o cometer dos faltas para enviar a un rival a la línea y recuperar la posesión. Santa Paula, en cambio, debía consumir el tiempo moviendo la pelota con precisión. El primer intento falló: Talleres cortó la salida con una infracción al segundo. Pero en la segunda prueba, el plan se ejecutó casi a la perfección: circularon la pelota por la media cancha hasta que Pablo Osores camiseteó a Walter Sebastián Puebla.

Puebla tomó el fierro caliente, lanzó el primer simple y anotó. La presión crecía dentro de La Leonera, donde los fanáticos veían cómo se escurría, una vez más, el sueño del ascenso a la Liga Argentina. Como si la escalera hacia el preciado cielo se hubiese roto en el momento menos pensado. Puebla mantuvo la mirada firme, clavada en el aro, y anotó el 95-92, un marcador maldito para los taficeños. A falta de ocho segundos, Talleres necesitaba un milagro para seguir soñando con el ascenso a la Liga Argentina. Un milagro que nunca llegó, por más que los dedos estuvieran cruzados o más de uno levantara la vista al techo del estadio, como pidiéndole una señal a Dios.

El pitazo final llegó y la algarabía azul se desató con abrazos, botellas de agua revoleadas y nieve artificial. Los jugadores santafesinos agradecían a su gente y entonaban los cánticos con la tribuna. Pero la imagen más fuerte era la de Talleres. Vega reunió a sus dirigidos, les dio unas palabras de aliento; Juan Cruz Kusnier lloraba de tristeza, y los hinchas, en silencio. La fiesta taficeña no pudo concretarse. La ronda se disipó a los minutos y, como si fuera un ritual, los jugadores se acercaron a la tribuna principal para agradecer el aguante. Los hinchas les devolvieron el gesto con aplausos. Porque, más allá de la derrota y que seguirá el próximo año en la Liga Federal, Talleres se convirtió en la ilusión basquetbolística de la ciudad y puso a Tafí Viejo en el mapa argentino. Es cierto: todas las derrotas duelen, pero no todas se ganan el corazón de los fanáticos. Y este “León” lo logró, aunque se haya quedado sin garras ni colmillos.